El 22 de diciembre de 1895, tras siete semanas de minuciosos estudios, el físico alemán Wilheim C. Roentgen se dispuso a experimentar los efectos de su descubrimiento en un ser humano. Pero al darse cuenta que no podía manejar el aparato y someterse él mismo al experimento pidió ayuda a su mujer, Berta, convirtiendo su mano en una de las más famosas de la Historia de la Ciencia.
Todo empezó un siglo antes, en 1785. G. Morgan, de la Royal Society, elaboró un informe a la sociedad describiendo el resultado de uno de sus experimentos: Demostró que, provocando el vacío en un tubo de cristal, no podía pasar por él una descarga eléctrica, pero… cuando entraba una pequeña cantidad de aire, el vidrio se iluminaba con un enfermizo color verde. William Crookes estudió este fenómeno creando el ingenio que lleva su nombre (tubo de Crookes), descubriendo los gases fluorescentes.
El 8 de noviembre de 1895 Roentgen, reproduciendo los experimentos de Crookes, descubrió que los destellos fluorescentes del tubo iluminaban unos frascos de sales de bario… ¡En el otro extremo de la habitación! Reflejo, me dirá algún listillo… y le contestaré que el tubo de Crookes estaba envuelto en cartón negro, y que entre el tubo y los frascos de sales había varias planchas de madera y media docena de libros especialmente gruesos. El genio de Roentgen consistió en darse cuenta que los rayos no habían sido luminosos ni eléctricos, sino de una naturaleza diferente, capaz de atravesar objetos sólidos. Por ello, porque eran nuevos y desconocidos, los bautizó como “rayos incógnita”. Es decir, rayos “X”, pues “X” es la variable que se desconoce en una ecuación matemática.
Además de imaginativo, Roentgen era un científico nato. Analizó escrupulosamente su descubrimiento de todas las formas que se le ocurrieron (y fueron muchas). Finalmente quiso fotografiar el fenómeno y descubrió que los rayos “X” velaban las placas fotográficas. Hizo pruebas con lo que tenía a mano: Una caja de madera con pesos, una brújula, el cañón de una escopeta, la cerradura de una puerta… obteniendo imágenes borrosas, pero perfectamente comprensibles.
Y por fin, el 22 de diciembre, hizo que su mujer colocara la mano bajo el tubo. Durante quince minutos. Para sorpresa de ambos, la imagen muestra perfectamente los huesos de la mano, hasta ahora ocultos por la carne y la piel al ojo humano. Surge así la primera radiografía (y la primera en tener lo que los técnicos de radiología llaman un “cuerpo extraño”, el anillo). Berta, una mujer de su tiempo, encuentra el resultado del experimento de su marido cuanto menos macabro: Para ella, ver los huesos del esqueleto no puede ser sino presagio de la Muerte.
Pese a que Edison le insistió mucho, Roentgen no patentó su invento. Decía que era tan importante que debía ser "patrimonio de la humanidad". Y no andaba errado, claro está: Las aplicaciones médicas eran tan evidentes que no se hicieron esperar: 14 días después de anunciar el descubrimiento el doctor Otto Walkhoff realiza la primera radiografía dental. Tiempo de exposición: 23 minutos.
Si algo siempre consigue este blog es sorprender. Para nada me imaginaba una historia como esta, me ha gustado mucho. Cada vez encuentro más interesante el aprender a partir de historias como esta.
ResponderEliminarGracias por ilustrarnos... otra vez.
Atentamente,
Albert Tarrés
Asombroso.
ResponderEliminarEstimado: ¿A que dirección de mail puede contactarlo? Me gustaría enviarle mis agradecimientos. Usted escribió el primer libro de rol que tuve.
en una pelicula, específicamente AO dicen que mató a su esposa... que pésima referencia
ResponderEliminarQue hermosos bordados para la ceremonia de boda y además para la pedida de mano están geniales, por mi parte estoy buscando de forma incansable unos Anillos de oferta baratos pero hermosos.
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