Heredera
directa de las invasiones bárbaras, la gastronomía medieval europea se
caracterizó por el ansia de la carne (algo que, por cierto, ha llegado hasta
nuestros días). Eso aumentó
el desequilibrio entre ricos y pobres, sencillamente porque no se puede
alimentar a una gran población a base de una dieta principalmente cárnica. No
con las técnicas que se conocían entonces. Así que nos encontramos con una
minoría que comía mucho y bien (en ocasiones hasta cinco veces al día) frente a
una gran mayoría que comía una sola vez (bueno, dos si tenemos en cuenta el
bocado de media mañana)... Eso, cuando tenía qué comer.
Comer
bien, y eso significaba comer carne, se convirtió en símbolo de riqueza y éxito
social, en especial entre las emergentes clases burguesas de las ciudades. Y si
no se podía comer, pues a veces, por aquello de las apariencias, tristemente se
disimulaba. Al menos en teoría, cuando más alto se estaba en la escala
social, menos hambre se pasaba (ejem). Y para asegurar el suministro alimentario de
los privilegiados, se cimentó la diferencia con edictos y leyes: Los hijos del
campesino podían morirse de hambre, pero su padre podía perder la nariz o las orejas
(y si reincidía, la vida) si trataba de poner trampas para atrapar a alguno de
los jabalíes que venían por la noche a destrozarle el huerto, que los jabalíes
moraban en el bosque cercano, que a su vez era coto reservado exclusivamente para el
señor feudal. ¡No hablemos de ir a cazarlo para alimentar a su gente! (Que
todos recordamos las aventuras de Robin Hodd). Los médicos (que casualmente
estaban a sueldo de las clases privilegiadas) coincidían en esta tendencia de
alimentos de ricos y de pobres, recomendando el aliño con carísimas y
supuestamente salutíferas especias para alimento de los ricos, mientras
despachaban a los pobres con hierbas campestres y ajo aduciendo que la comida
del campesino (es decir, del currante) tenía que ser por fuerza tosca, sin
refinamientos, debido a que si no se les “ablandaría el espíritu” y no podrían
realizar su dura y honrada tarea diaria...
En
fin...
Y
nos quejamos de los políticos de ahora...
Ingredientes de la cocina medieval europea
Pese
al hambre de carne de las clases privilegiadas, el alimento básico del mundo
medieval siguió siendo el pan “Con pan y vino se hace el camino” y “El pan
nuestro de cada día dánoslo hoy” son algo más que frases hechas. Son testimonio
de una época en la que el cereal, en
forma de pan, estaba presente en cada comida, ya fuera como acompañamiento
indispensable de las viandas... o como plato principal. Aunque en muchos
hogares se siguíó moliendo el cereal toscamente, a mano, (sobre una piedra
plana con un canto rodado de río, a la manera neolítica, más tradicional
imposible) en la Edad Media proliferaron los molinos de agua y de viento, que
confeccionaban una harina más fina (a cambio de quedarse como pago un puñadito
de esa harina, por cierto). Del mismo modo surgieron tahonas y hornos de pan
que cocían la masa que les traía la gente a cambio de quedarse, a su vez, con una porción de la misma. Todo hay que decirlo,
la hornada era más regular y el pan resultaba más digestivo. En épocas de abundancia, las gentes del
medievo podían llegar a consumir entre 1 y 1´5 kg. de pan por persona diariamente. La
calidad del pan, evidentemente, no sólo dependía del horneado, sino del cereal
con el que estuviera hecho. El más apreciado y considerado el más saludable era
el de trigo. Sustitutivos en caso de no poder costearlo (o no tener acceso al
mismo, fuera al precio que fuera) fueron el centeno, el mijo, la avena y el
alforfón, que daban panes más negros y duros. Los cereales también se consumían
en forma de gachas, algunas ennoblecidas con leche y azúcar (alimento de niños
o enfermos), otras con harina groseramente molida a mano y mal cocinadas en un
caldo de sospechosa procedencia. Mención aparte merecen las gachas llamadas
“frumenty” (o “furmity”). Herederas de las gachas de avena que en época del
solsticio de invierno tomaban los celtas, acabaron convirtiéndose en el
desayuno tradicional de los pueblos del norte de Europa. De hecho, convertidas
en el actual porridge, sigue siendo el desayuno de muchos anglosajones.
A
medio camino entre el pan y las gachas estaban las “ensopadas”, un plato
sencillisimo de hacer, pues consistía simplemente en irle echando trozos de pan
al caldo, vino, leche o incluso a una salsa, para luego poderlos comer
cómodamente con cuchara. Recurso muy útil para aquellos con mala dentadura (o
sin ninguna dentadura en absoluto) en unos tiempos en los que los dentistas se
limitaban a arrancar los dientes podridos y los panes se ponían duros
enseguida, si es que no lo estaban ya al sacarlos del horno). Por lo que
respecta al arroz, se cultivaba solo en el Levante español y en partes de Italia, y aún seguía siendo un
producto exótico y de razonable lujo para la mayor parte de los europeos.
Dejando
aparte la caza, la carne más consumida en la Edad Media europea (y cristiana)
fue el bendito y benemérito cerdo, barato de mantener ya que lo alimentaban de
sobras y basuras. Poblaciones había que limpian sus calles de desperdicios
soltando piaras de estos simpáticos animales, que devoraban alegremente no sólo
lo que hoy llamaríamos “basura orgánica”, sino también los cadáveres de
animales tirados por la calle (y hasta de personas, si se terciaba. Y si sólo
fueran cadáveres... Más de un mendigo o borracho terminó con una mano u oreja
de menos, pues lo despertaron los cerdos cuando ya lo estaban mordisqueando...
). La carne de bovino no era tan común porque bueyes y vacas se reservaban como
fuerza de trabajo agrícola (los primeros) y como productoras de leche (las segundas).
Lo habitual era que su carne se consumiera
cuando estaban ya demasiado viejos para seguir dando servicio al hombre
(olvídense pues de los jugosos y tiernos trozos de ternera, y bienvenidos al
mundo medieval de las carnes duras y correosas). Lo mismo pasaba con la oveja
(por su lana), la cabra (por su leche) el burro y el asno (por su fuerza de
trabajo). Con el caballo... Pues teóricamente no. Los cristianos tenían prohibido comer de su carne por edicto papal
de Gregorio III en el 732... pero, en la práctica, no resultaba tan
difícil hacer pasar la carne de un
caballo viejo por carne de otro
cuadrúpedo, o que entrara a formar parte de esas carnes anónimas que,
convertidas en picadillo y bien sazonadas, formaban parte de las sospechosas
salchichas, anónimas albóndigas y empanadas sin padre ni madre que se vendían
en los puestos callejeros... Otras carnes “anónimas” que iban a parar al
puchero eran las de perros, gatos, ratones, erizos, ardillas... En general todo
lo que corriese o reptase era susceptible de ser comido (menos el sapo, que es
hijo de Satán y de sus amantes las brujas... Y además, es venenoso). Y es que
el dicho de “lo que no mata engorda” nunca se aplicó tan al pie de la letra. Y
lo mismo se aplicó a la volatería, claro. El pollo fue en las aves el
equivalente al cerdo, y se críaban gallinas por sus huevos (y cuando dejaban de
ponerlos, pues se van a la cazuela). Al pollo y la gallina le sigue una larga lista de
volatería: el pavo real y el cisne
(aunque se dice que el excesivo consumo de su carne embrutece la mente y atonta
el espíritu), gansos, patos, palomas, codornices, perdices, cigüeñas,
alondra... Con unas carnes tan duras, lo habitual era cocerlas primero y asarlas después. Además, así tenían la base
para hacer caldo, que pocas veces una sociedad fue tan sopera como durante
nuestra Edad Media. En ocasiones, una vez cocidas, se freían en vez de asarlas,
pero en tal caso siempre con unto de cerdo o grasa animal. El aceite de oliva
en la cocina lo usaban musulmanes y judíos, y aunque los cristianos lo
conocían, lo usaban sólo en las prácticas religiosas (y como aliño en crudo y
para cocinar en tiempo de Cuaresma). Sobre la cantidad de carne que se
consumía... Las estadísticas siempre son engañosas (si un noble se zampaba tres
pollos y sus dos sirvientes ayunaban mirándoselo con hambre, por estadística
todos comieron un pollo, lo cual ya es el colmo del cinismo). En los
territorios Alemanes, hacia el siglo XIV se consumía entre 500 gr. y 1 kg. de
carne por persona y día. Al menos, eso se deduce de un estudio de los libros de
contabilidad de las ciudades de Berlín, Estrasburgo y Fráncfort del Óder,
milagrosamente conservados hasta nuestros días. (De todos modos, este estudio
no dice qué porcentaje de dicha carne acabó en las prietas y orondas panzas de
los burgueses, claro). Si los datos son correctos, Alemania fue la zona de
Europa más “carnívora” en este periodo (No me los envidien demasiado, luego les
llegaron las hambrunas durante las guerras de religión del siglo XVII)
En
el medievo, el pescado siempre fue considerado un alimento de segunda clase,
sustitutivo de la carne los viernes y en época de Cuaresma, comida de monjes y
religiosos y de pobres de las poblaciones costeras o fluviales que no tenían
otra cosa de qué comer. Los pescados de mar más apreciados y consumidos fueron:
besugo, cazón, atún, bacalao, sardina, congrio, y ballena, claro, que pescado
es, pues vive en el mar. Por lo que
respecta a pescados de río: anguila, sábalo, trucha, perca, lamprea, carpa,
trucha y salmón. También se alimentaban de ciertos crustáceos y moluscos: sobre
todo de ostras, mejillones, cangrejos y langostas. Todo ello a pie de río o en
zona costera, claro. Si el pescado fresco tenía que viajar al interior su
precio se disparaba... No tanto por el transporte por malos caminos sino por
las carísimas aguas olorosas que se iban echando para disimularle el mal olor.
Una opción más barata (y más sana) era salarlo (como hacemos hoy con el
bacalao), secarlo y ahumarlo. Los arenques ahumados del Mar del Norte gozaron
de justa fama en toda Europa, y llegaron a exportarse hasta la corte de
Constantinopla. El pescado fresco solía consumirse frito. Si se trataba de
pescado salado, una vez remojado en agua o leche para quitar el exceso de sal
se preparaba con salsas ácidas de vinagre, a la manera de nuestros escabeches.
Peor
fama que los pescados tenían las legumbres y los vegetales: Ocasionalmente
aparecían en algún potaje o estofado, pero siempre como acompañamiento de la
carne, nunca como vianda principal. Eran comida de cerdos y de pobres, cosa
innoble e inmunda que ningún noble con honor se llevaría a la boca, ni aunque
se estuviera muriendo de hambre (aunque del dicho al hecho...). Los más
consumidos de estos productos bajunos fueron las habas, los garbanzos, las
lentejas, los guisantes, las coles (sobre todo en Centroeuropa), las
remolachas, los nabos y las zanahorias. Ajos y cebollas tenían mejor fama, no
tanto por su valor alimenticio como por sus supuestas virtudes salutíferas.
Por
lo que respecta a la fruta, se consumía bastante, ya fuera fresca (aunque los
médicos tenían sus dudas de que fuera digestiva de este modo), seca o en
conserva. A veces se usaba como edulcorante, sustituyendo a los demasiado caros
(para muchos) azúcar y miel. En el norte de Europa eran habituales las peras,
las ciruelas y las moras. La oferta en la zona mediterránea es más variada:
uvas, higos, membrillos, naranjas (la variante amarga, con pepitas), limones y
dátiles. Y, por supuesto, manzanas, comunes en toda Europa y quizá la fruta más
consumida en la época. Junto con los nabos, ocupaban a nivel culinario de guarnición de carnes y
acompañamiento de potajes el papel que hoy tiene la americana patata.
Como
condimentos los ricos utilizaban las carísimas y exóticas especias: azafrán,
clavo, pimienta, jengibre, canela, nuez moscada. Todo ello importado de Asia y
África, a unos precios tan increíbles que no es extraño que los Reyes católicos
accedieran a financiar el viaje de Colón al País de las Especias, por mucho que
sus matemáticos demostraran que ese loco genovés se equivocaba, que la Tierra
tenía una circunferencia bastante más grande que la que él afirmaba. ¡Si por
casualidad tenía razón, las ganancias serían enormes! Los pobres condimentaban
sus condumios con el siempre socorrido ajo, así como con hierbas locales: perejil, tomillo,
mostaza, eneldo (muy usado en Centroeuropa), anís, orégano, hinojo, cilantro,
menta...
En
el apartado de la repostería, un paladar moderno echaría de menos el azúcar.
Aún era un producto demasiado caro, que se cultivaba sólo en zonas muy
concretas del sur de Europa. Además, como endulzante ya estaba, de toda la
vida, la miel. Aparte de panes dulces
rellenos de frutas o miel, hay dulcería engolosinada hecha a base de carne,
como el “manjar blanco” (una delicia con gallina triturada, leche, almendras y
miel). En Francia e Italia se ponen de moda las frutas secas (en especial los
anillos secos de naranja, antecedente de la fruta confitada renacentista).
Hacia finales del periodo medieval aparecen dos nuevos tipos de dulces: El
mazapán (receta árabe popularizada por los sefardíes) y las galletas, bastante
parecidas a cómo las conocemos hoy en día gracias a las nuevas técnicas de
horneado.
Una receta: Gato escabechado
Hasta la Peste Negra de 1348 fue bocado habitual
en la cocina castellana, pues es prolífico y se reproduce con rapidez, pese a
que su carne no sea tan sabrosa como la de la liebre o el conejo, a los que se
parece (y por los que a veces el posadero hace pasar.)
Una vez sacrificado el animal, córtesele rabo,
garras y cojones si los hubiere (que darán mal sabor al guiso si se mantienen).
Despelléjese cual si se tratara de un conejo, desángrese, destrípese y déjese
abierto al oreo toda una noche (otras recetas hablan de enterrarlo envuelto en
un paño un día entero, pero yo prefiero la primera opción, no sea que lo
descubran las hormigas y nos fastidien la merienda). Ablándese dejándolo ocho
horas en un escabeche de vinagre con ajo y tomillo, cocínese troceado en
cazuela de barro con unto de cerdo y sírvase como si fuera conejo si se tienen
pocas manías y aún menos escrúpulos. ¡No se coman los sesos del animal! Que
dicen los físicos que es alimento dañino que provoca la locura,
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