En la mesa del pobre... Bueno, lo de mesa es un
decir, normalmente era un tablero que se sostenía con caballetes y que si no se
utilizaba estaba apoyado en alguna pared, que las casas de los pobres eran
pequeñas. La expresión “poner la mesa” era por aquellos tiempos algo
dolorosamente literal. ¡Y eso, los que no comían en el suelo, frente a la
lumbre! Bueno, lo que decíamos. Los humildes comían gachas y tortas de la
harina más diversa: centeno, cebada, mijo, hasta de avena, aunque era
considerado grano más propio de animales que de personas (pero claro, si hay
necesidad). Como entenderá el lector, la harina resultante era más bien
grosera, las gachas parecían engrudo y los panes les salían negros y duros.
Carne, pues más bien poca: Los despojos que despreciaban los cocineros de los
señores (tripas, hígados, orejas, morros, patas, tocino) así como cualquier bicho que puedan
pillar y que no se considerase caza, no sea que hubiera luego problemas con
señores celosos de sus privilegios. Completaban su dieta con huevos y leche
(que en cada casa, por muy humilde que
sea, espacio para un corralillo con un par de gallinas y una cabra siempre
había, aunque tuvieran que convivir con el resto de la familia), así como las
legumbres y verduras que los poderosos despreciaban. La carencia de proteínas solía provocarles
anemia, artritis y pérdida de las defensas del sistema inmunológico, lo que
aumentaba el peligro de infecciones y epidemias. Tampoco ayudaba que se
alimentaran de carnes de dudosa procedencia (o de animales muertos), pues
podían contagiarse de los males que sufriera el animal, por ejemplo el carbunco
(también conocido como ántrax, por cierto). Por si les interesa saberlo, eso
era una condena a muerte del infectado en unos tres días, entre fiebres muy
altas, diarreas y vómitos. Y así fue hasta que Pasteur desarrolló una vacuna en
el siglo XIX.
Cuando
tenían con qué, comían dos veces al día: Una comida principal hacia el mediodía
y un bocado a modo de merienda para aguantar hasta la hora de acostarse. Se
saltaban la cena, porque el dormir ya quita el hambre, y también el desayuno,
que era tenido por cosa de gente débil y poco sufrida (como niños, mujeres y
enfermos). Como resultado de estas costumbres los humildes andaban siempre
hambrientos, y no perdían ocasión de llevarse lo que fuera a la boca, en crudo
o en cocido, si tenían ocasión.
Si pasaban hambre en época de abundancia, ¿cuánto más lo harían en
tiempos de carestía? A partir del siglo XIII se produjo en toda Europa una
serie de malas cosechas (debido en buena parte al agotamiento del suelo) que
provocó hambrunas. La situación no mejoró a lo largo del siglo XIV, con la
guerra de los Cien años (que, aunque entre Francia e Inglaterra, afectó en
mayor o menos medida a toda Europa), ni mucho menos con la peste bubónica a
partir de 1348. Con la escasez, los precios de los alimentos (sobre todo del
grano) subieron exorbitadamente, y el poco alimento lo acaparaban los
poderosos. Eso dio lugar a una pérdida de demografía (o dicho en palabras menos
bonitas, a que la gente se muriera literalmente de hambre). En algunas zonas,
entre la guerra, las hambrunas y las epidemias como la peste, la población
disminuyó entre un 30 y un 60%.
Y
claro, la gente de antes no era como la de ahora, estaba un poco menos
civilizada y cuando pasaba por estas, en lugar de protestar vía las redes
sociales lo hacían egoistamente saliendo a la calle, a cortar cabezas. (O al
campo, que urbanizaciones asfaltadas había pocas). Se calcula que sólo en
Alemania, entre 1335 y 1525 hubo no menos de setenta revueltas campesinas. Y no
hablamos de algaradas locales, precisamente. Las más importantes fueron la
Revuelta campesina en Flandes de 1323 a 1328; la “Noche de San Jorge” en
Estonia de 1343 a 1345; la “Jacquerie” del norte de Francia entre 1356 y 1358;
las revuelta campesina inglesa de 1381; las revueltas Irmandiñas en Galicia en
1431 y 1467; la rebelión de Kent de 1450, la rebelión dels “forans” en Mallorca
en 1450; la guerra “Remença” en
Catalunya entre 1462 y 1485; la rebelión de Cornualles de 1497 (que llegó hasta
Londres, por cierto)... y vamos a dejarlo correr, que nos salimos del periodo
histórico de este capítulo.
¿Y
cómo terminaron estas protestas populares de indignación, sangre y fuego?
Pues... Qué quieren que les diga. Les hablo de casos reales. Y en la vida real,
los finales felices son más bien escasos. Por no decir claramente que no
existen.
Receta: Lebrada
Se prepara
una liebre de la manera tradicional, (mátese, sángrese, despelléjese, desentráñese) y una vez limpia se la asa ligeramente. A
continuación se la fríe en manteca y para terminar de prepararla se guisa a
fuego lento en una salsa de hígados de ave, cebolla, almendra, huevos y vino
blanco. Y no es mala cosa que se cocine tres veces (asada, frita y guisada) que
al ser plato de caza es de carnes duras, y por lo tanto difícil de masticar...
Genial artículo! Gracias!
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