Fue fábula o cuentecillo que se hizo
muy popular durante la Edad Media. Seguro que cuando se la cuente les
sonará. Aunque ya circulaban versiones anteriores, vamos a quedarnos
con la versión que puso por escrito Étienne de Bourbon (aunque le
gustaba firmar como Stephanus de Borbone, muy pedante él). Este
monje dominico e inquisidor fue entre 1223 y 1250 predicador general,
cargo de cierta importancia gracias al cual recorrió buena parte de
la Francia actual. Redactó un grueso volumen llamado “Tractatus
de diversis materiis predicabilibus” (actualmente se encuentra
en la Sorbona, por si tienen curiosidad. El fácil de reconocer: Lo
tienen atado con cadenas para evitar su robo. Como los libros más peligrosos de cierta biblioteca....) El libro en cuestión
pretende ser un catálogo de los errores de la fe, pero se queda en
una recopilación de más de 3.000 relatos cortos, escritos con
intención ejemplarizante, a menudo con moraleja, muy ameno para los
que nos gustan estas cosas.
Según el relato Guinefort vive con su
amo, el señor del castillo de Villars-les-Dombes. Éste tiene un
niño de pocos meses, y Guinefort acostumbra pasar las tardes en la
habitación donde está la cuna, custodiándolo (supongo que sale más barato que contratar una niñera). Un día que el señor
se ha ausentado se encuentra al volver la cuna volcada, al niño que
no aparece por parte alguna y el perro que viene a saludarle, alegre
como hacen siempre los perros... con sangre en el hocico. Convencido
de que Guinefort ha matado al niño saca la espada y lo atraviesa sin
dudar. Entonces oye un llanto: El niño está escondido tras un
tapiz, donde lo ha dejado el perro, y la sangre es de una víbora que
se había colado en la habitación. El perro no era el asesino del
niño... sino su salvador. Arrepentido vuelve ante el perro, que
agoniza y que con sus últimas fuerzas mueve levemente la cola y
le lame la mano. Todo muy perruno. Sea como fuere, el señor del castillo mandó que le hicieran una
tumba de hombre, pues mejor que muchos hombres había sido, y pagó a
juglares para que narraran su historia y fuera por todos conocida.
Guinefort fue considerado un protector de niños, y su tumba un lugar
de veneración, a la que el pueblo va en romería el 22 de agosto,
día de su muerte según la tradición, a rogarle por la protección
de sus hijos, sobre todo si son de corta edad. Ni que decir tiene que
la cosa no acabó muy bien: La Iglesia consideró que esto de hacer
mártir y santo a un perro era herejía de las gordas, así que
destruyó la tumba, no sin antes desenterrar los restos del pobre
perro y quemarlos, como sutil indirecta a quien continuase con esta
tontería de culto.
No debieron los labriegos de la zona
terminar de pillarlo, que están documentadas romerías al lugar
donde se supone que estaba la tumba hasta 1930, en que se hizo la
última. Por si tiene curiosidad la oración que hay que hacerle es:
“Sant Guinefort, protégenos de
los idiotas y de las serpientes malvadas”
Amén.
Proxima entrega:: San Foutin. (el del
falo)
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