jueves, 3 de diciembre de 2015

Crónica macabra: 1, La leyenda (y la realidad) sobre la hija del doctor Velasco




            En 1960 Ramón J. Sender publica "La Llave", una colección de obras de teatro y cuentos cortos, entre los que se encuentra "La hija del doctor Velasco", narración en la que se hace eco de una leyenda urbana bastante macabra muy en boga en el Madrid del último tercio del siglo XIX y primero del XX:
            La hija de un eminente médico, el doctor Velasco, murió siendo apenas una adolescente, sin que su famoso padre fuera capaz de curarla. Enloquecido por el dolor, se negó a aceptar su muerte, la embalsamó él mismo y se negó a enterrarla: Al contrario, la tenía en su casa, la sentaba a la mesa del comedor e incluso se paseaba con ella en coche de caballos por Madrid, siempre de noche, para no llamar demasiado la atención. Ella estaba perfectamente embalsamada, maquillada y peinada, vestida con ropas de sastre y adornada con carísimas joyas. Engañaba a cualquier mirada casual. Para desesperación de familiares y amigos del doctor, esta macabra pantomima se mantuvo hasta su muerte. Y aún más allá. Pues cuentan que escondió el cadáver en el Museo Antropológico de Madrid, y este nunca fue encontrado, así que la pobre niña no descansa en paz.   
            Bueno... ¿Y qué hay de cierto en todo esto?
            Bastantes cosas, la verdad.
            Para empezar, el Doctor Velasco existió realmente. Su nombre completo fue Pedro González de Velasco, vivió entre 1815 y 1882 y vivió muchos años donde hoy se alza el Museo Nacional de Antropología de Madrid (de hecho, él fundó el museo en 1874). Está junto a la estación de Atocha, por si tienen curiosidad de visitarlo. González de Velasco fue catedrático de operaciones en la Facultad de Medicina de Madrid, y ejerció en el Hospital Clínico San Carlos (no lo busquen, hoy en día el edificio alberga el Museo de Arte Reina Sofía). Su gran pasión era viajar, y fue acumulando a lo largo de su vida numerosos objetos de interés antropológico y etnográfico, que acumulaba en su propia casa. Colección y edificio que terminó donando, a su muerte,  al pueblo de Madrid, formando el núcleo del actual museo Antropológico.
            Es cierto que tuvo una hija, Concepción, que murió de tifus a los quince años de edad, en 1864. El doctor González deVelasco se ocupó de embalsamarla personalmente, antes de enterrarla en el cementerio de San Isidro. Diez años más tarde mandó exhumar los restos para depositarlos en una tumba bajo la sala central de su casa-museo, en la que esperaba albergar también los restos de su mujer y los suyos propios. Su esposa, por cierto, consideró esta disposición macabra y a la muerte de su marido en 1882 hizo que los restos de su hija volvieran al cementerio. Los de su marido, en cambio, sí que permanecieron bajo la lápida que aún hoy puede verse en el Museo Antropológico (si la quieren buscar, la encontrarán entre la salida del museo a la calle Alfonso XII, 69 y la sala de exposiciones temporales) hasta 1943, cuando se restauró el edificio y se retiraron sus restos al cementerio de san Isidro, donde hoy reposan junto a su esposa e hija.
            ¿Y lo de que el cadáver de su hija permanece oculto en algún lugar del Museo? Bueno, es cierto que hay un cadáver de una niña. Tiene apenas un metro de altura, está en pésimo estado de conservación y se encuentra guardado en una vitrina en uno de los almacenes del museo (no, no se exhibe al público, no me sean macabros). Pero no pertenece a Concha, la hija de Velasco, sino a Carmen Tarin y Perdiguero, fallecida en 1967 a los 12 años de edad. Fue enterrada en un nicho defectuoso, y el cuerpo se momificó parcialmente por causas naturales. En unas obras de reparación del cementerio se descubrió el hecho, y la familia cedió el cuerpo al doctor González Velasco para su estudio en 1873.
            Y esta es la verdad, y no otra, sobre la hija del doctor Velasco... 

Próxima entrega (tras el parón de Navidad): Enriqueta Martí, la vampira del Raval

1 comentario:

  1. La historia me recuerda las fotografías post mortem, tan comunes en el XIX y que me ponen los pelos de punta.

    ResponderEliminar